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AL ESTE DEL CANAL, blog de ANA ALCOLEA

VENEZIA III

Mauricio Wiesenthal en su LIBRO DE REQUIEMS habla de su encuentro con Diaghilev en San Michele. Nunca antes había ido a la isla cementerio de Venecia. Más de una vez había pasado a su lado en el vaporetto que va hasta Murano, pero nunca había bajado en la necrópolis. Esta vez sí.

Allí están Ezra Pound, Stravinsky, Diaghilev. A Pound lo leí en la Facultad, a partir de la "Oda a Venecia en el mar de los teatros" (precisamente) de Pere Gimferrer, ese poema "novísimo" que los chicos de mi clase conocimos gracias a las clases de Túa Blesa, allá por 1987.

A Stravinsky lo escuché por la misma época. Bailado por Víctor Ullate. Era "El pájaro de fuego". Fue en el Principal de Zaragoza. Una de las mejores noches de ballet que he disfrutado. Un par de años más tarde "La consagración de la primavera" por el ballet francés de Roland Petit. Fue en el Teatro Fleta, que una vez existió. Doy fe: el escenario era tan grande como para un montaje tan espectacular como el de aquella "consagración". Ahora es un vacío espacial: bueno, vacío del todo no. Hay aire.

Supe de Diaghilev en las clases de José Carlos Mainer allá por 1985. Nijinsky, los ballets rusos, las coreografías de Fockin, de Petipa, del propio Nijinsky (la de "La siesta del fauno" fue escandalosamente sensual y memorable). Hace tres días estuve delante de la tumba de Serge Diaghilev, el director de aquellos ballets rusos que revolucionaron la estética y la cultura de principios del siglo XX en Europa. Está rodeada de lápidas de princesas rusas que abandonaron su país tras la Revolución para venir a vivir y a morir en Venecia. Sobre la tumba de Diaghilev, viejas zapatillas de baile: blandas, de puntas, blancas, rosas, negras. Por ellas ha pasado la lluvia, el polvo de la tierra en los vendavales que azotan la isla, pero allí siguen. Imagino a quienes alguna vez fueron etéreas y gráciles niñas caminando-volando sobre sus puntas, y dejando su posesión más preciada como un regalo al maestro. Hace mucho frío. Los ojos se me humedecen. No es el viento. Son esas zapatillas que un día acariciaron los dedos doloridos de alguien, de alguienes, mientras danzaba una música que puedo oír al otro lado del viento.

Salimos del recinto griego ortodoxo para volver al vaporetto. Pasamos junto a las tumbas de una comunidad de religiosas. El aire ha tirado el jarrón con flores de una de ellas. Me acerco a colocarlo en su sitio. Desde su fotografía en la lápida, Sor Teresa me sonríe y me parece que me da las gracias. Yo también le sonrío. Me aprieto un poco más la bufanda. Cada vez hace más frío.

El viento, el frío, el polvo, el mar, los cipreses, el sol del invierno en Venecia.

Un escalofrío.

O dos.

 

2 comentarios

Lu -

Precioso. Yo nunca estuve en Venecia, más que en sueños literarios. Me gusta viajar a través de las palabras. Tus post sobre Venecia son un regalo. Mi primer regalo navideño.

A.C. -

Precioso texto,Ana. Sólo estuve una vez en Venecia: busque Campo Stefano donde había vivido Ezra Pound, estuve en San Michele y en Murano. Vine cargado de libros de Cocteau, ópera, de láminas de Venecia, de manuales de arte de Tiziano... Y con cientos de fotos. Estuve en Il Florian, en la mesa donde decía se había sentado Stendhal y Hemingway... Un abrazo. AC