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AL ESTE DEL CANAL, blog de ANA ALCOLEA

Una cabanna en Noruega IV

Hay días en las que una debería estar en un sitio diferente al que está. Hoy es uno de esos días. Se suponía que a estas horas no debería estar aquí sentada delante del ordenador en una casa en el norte más norte de todos los nortes, sino tirada en una tumbona en una playa de la costa de cierto país del sur de Europa que estuvo en guerra no hace mucho pero que ha vuelto a ser una de las perlas costeras del Mediterráneo. Pero hay días en los que pasan cosas que no tendrían que pasar y hay que cancelar viajes, llamar al seguro, obtener un papel que certifique que no podías viajar, en fin, todas esas cosas que a veces pasan justo el mismo día en que empiezas tus vacaciones.

En el Hospital de Sant Olav, que es el patrono de la ciudad y que fue el rey que introdujo y extendió el cristianismo en este país de paganos, se oyen las gaviotas que se posan al otro lado de los alféizares de las ventanas. En el Hospital Miguel Servet hay palomas y hay que mantener las ventanas cerradas para que no entren a hacer de las suyas entre los pacientes. En Zaragoza es el mejor sitio para estar en verano, el más fresco, sobre todo en algún mes de agosto de 45 grados o más y si no tienes aire acondicionado en casa. Aquí se duerme con edredón durante todo el verano, y en el hospital con alguna manta extra sobre todo si la paciente es una anciana dama que tiene frío crónico por la edad. No recuerdo que mi abuela se quejara tanto del frío como las abuelas de aquí, que deberían estar ya acostumbradas a los fríos polares.

En invierno yo he experimentado más de veinte grados bajo cero en la ciudad, y hasta veintiocho en las montannas, en Bekk-Kroken. Cuando hace tanto frío dentro de la cabanna hay que moverse hasta que se calienta, y el proceso puede tardar unas cuatro horas. Hay que salir y esquiar; no vale salir y contemplar el panorama porque el cuerpo quieto tardaría pocos minutos en congelarse: un setenta por ciento de nosotros no es más que agua y el agua se congela, así que enseguida estaríamos sumidos en la sonrisa eterna si nos quedamos quietos. Hay que moverse. En esos casos la moquita se congela, y el pannuelo del bolsillo lleno de moquita se pone duro como la ropa tendida en aquellos inviernos zaragozanos del siglo pasado. También se te congelan las lagrimillas que se escurren del frío, y que te tienes que quitar de la piel de las mejillas como si arrancaras las escamas de un pez. Y también se congela el vaho: recuerdo un día subiendo a la cabanna en que llevaba una bufanda marrón alrededor de mi cuello. El día estaba claro, ni una nube en el cielo, y la temperatura, por ende, bajísima. De pronto vi que la parte de mi bufanda que estaba delante de mí estaba blanca, llena de escarcha. Pensé al principio que era nieve pero era imposible, no estaba nevando. Era mi propio vaho que se congelaba en cuanto salía de mi cuerpo por la boca y por la nariz. El contacto con el aire gélido lo helaba inmediatamente.

Así que las abuelas deberían estar acostumbradas a estos fríos, pero se ve que no, que el viento helado de la vejez hiela los huesos de la misma manera que encorva los cuerpos y los llena de arrugas.

Estos días estoy pensando que no es tan malo morirse a la edad de mi madre, antes de que empiece realmente la decrepitud del cuerpo y, por qué no, también del alma y de la mente. Ella estuvo hermosa hasta, literalmente, su último suspiro. Su rostro no perdió nunca la frescura ni sus ojos la expresión vivaz. Su cuerpo perdió fuerza porque una enfermedad se comía toda su energía y así se iba extendiendo como un poderoso ejército que va sitiando hasta conquistar, derrotar y masacrar una fortaleza; pero no fue el tiempo el que ganó su partida, y su piel permaneció lisa, sonrosada y suave hasta el final. El tiempo perdió su juego. Ver como gana otros partidos no es el mejor espectáculo.

Aunque al otro lado de la ventana vuelen las gaviotas.

1 comentario

Carmen -

Ana, siento que haya tenido que aplazarse ese viaje, espero que la enferma mejore y puedas descansar este verano. Un abrazo. Carmen