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AL ESTE DEL CANAL, blog de ANA ALCOLEA

Una cabanna en Noruega III

Desde Bekk-Kroken hacemos una excursión al mar. En el mapa parece que está muy cerca, pero las carreteras noruegas dilatan el tiempo de una manera que haría sufrir a muchos conductores hispanos. La costa es más recortada de lo que puede uno imaginarse y los cientos de fiordos que entran a la tierra como lenguas azules hacen que los caminos se multipliquen. Muchas veces la carretera termina en la boca de un ferry que te cruza al otro lado del fiordo; si tienes suerte te lo encuentras abierto y esperando engullirte; si tienes menos suerte lo ves como avanza por el fiordo hasta la otro orilla y lo tienes que esperar más de una hora. Para llegar a la isla de Smøla tuvimos que coger tres ferries y tardamos más de cuatro horas en llegar, y no está a más de cien kilómetros de la cabanna.

Smøla es una isla, la última en la costa de la región de Møre en el oeste. La más abierta al océano. Llegamos en un día amable y soleado, pero la imagino en una jornada de temporal con el mar embravecido y ha de ser como la isla de las tormentas de aquella película en la que Donald Sutherland encarnaba a un espía alemán durante la Segunda Guerra. Hoy muestra su cara más idílica. La isla en realidad es un archipiélago compuesto por multitud de islotes de vegetación baja: musgos, líquenes de color naranja y formas redondeadas, y una explosión de flores en este corto verano casi ártico: se podría hacer un arcoiris con los colores de las flores de las islas. Me llaman sobre todo la atención los nenúfares, que aquí se llaman "lirios de agua" y que crecen silvestres en los lagos de agua dulce que se forman en cada depresión del terreno. Son lagos pequennos, pero llenos de estas ninfeas blancas de seductor perfume. Flores que contrastan con lo agreste del terreno que las rodea, el Atlántico en su máxima expresión. Estas no serán pintadas por Monet en sus cuadros azules, ni estarán nunca en su jardín japonés de Giverny, permanecerán expuestas a la cólera de Eolo y de todos sus hermanos.

Llegamos hasta Veiholmen, el último pueblo de la isla. Es una vieja aldea pesquera que aún conserva toda su identidad, y a la que todavía no llegan demasiados turistas. Sigue siendo hogar de pescadores, que viven en pequennas casas blancas muy cerca unas de las otras como para protegerse de las tempestades que deben de azotar estas costas muchos días al anno. Cada casa tiene un jardín, a veces minúsculo, pero siempre con flores de colores vivos que contrastan con el blanco de las paredes, y siempre protegido del viento. Una mujer de más de setenta annos lee un periódico en una de estas terrazas mientras bebe una taza de té. Es hermosa y su manera de estar sentada y de coger la taza la delatan: no es la esposa de ningún pescador sino una vieja dama de Oslo, probablemente de Bæerum, el distrito más refinado de la capital, a juzgar por su acento al saludarnos. Esto lo distingue Jørgen, claro; a mí me viene justo para poder distinguir el sueco del noruego.

En el extremo de la isla, en un islote al que ya no llega la carretera, está el faro. Leo en un folleto del restaurante donde comenos pescado conservado según viejas tradiciones, que el faro se alquila durante el verano y que tiene diez camas. De pequenna siempre me fascinaron los faros, creo que desde que leí alguna de aquellas aventuras de los cinco de Enyd Blyton, y desde que vi alguna película en la que sucedía algo terrible en un acantilado, bajo el perfil de un faro. Siempre me pregunté por la vida en el faro, por el farero. Y siempre me gustó acercarme a los faros cuando estaba cerca del mar. Cuando vivía en Santonna me gustaba coger el coche, el 127 verde que heredé de mi querido amigo Tomás, y ver romper las olas junto al faro del Pescador, que hoy tengo en un grabado de mi cuarto de estar; un grabado que me regalaron en el que fue mi instituto annos después cuando volví para hablar de medallones perdidos. También solía ir al cabo de Ajo y contemplar el faro desde lejos porque no dejaban acercarse, no sé muy bien por qué. Al faro del Caballo nunca llegué a ir: hay que bajar, y por ende subir después, más de trescientos escalones y mis rodillas nunca estuvieron para ese tipo de alegrías.

En noruego la palabra para faro es "fyr", que es la misma que para "encender el fuego", "alumbrar", y también la expresión coloquial para "hombre". Me gusta este juego polisémico: el faro es el que da luz en la noche y desde los barcos parece un hombre erquido en la lejanía; un Prometeo presto a dar el fuego de la vida, un fuego recién robado a los dioses de la tierra para iluminar a los hombres, navegantes en las tormentas, errantes en infinitos buques fantasmas.

2 comentarios

José María -

Me encanta tu sensibilidad ante el paisaje y el descubrimiento que, a lo largo de estas breves excursiones, vas haciendo del paisaje y de la vida en Noruega. Dan ganas de viajar ya a ese país.

Pablo Blas Prieto -

Tu comentario me ha echo disfrutar de la lectura, de tal forma, que me he sentido transportado, hipnotizado durante unos minutos mágicos. Me he sentido orgulloso de mi idioma y de lo evocadoras que pueden resultar sus palabras. He recordado que la sensibilidad, como sosegada percepción que se hace desde dentro, es un tesoro que no se debe olvidar en el desván.
Gracias por tu soplo de humanidad.
Besos desde Asturias