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AL ESTE DEL CANAL, blog de ANA ALCOLEA

Belchite y un relato demasiado cierto

Leo el último libro de Miguel Mena, en el que recorre el camino del tren de Utrillas que pasaba por Belchite. Cada vez que paso por allí se me encoge algo. Y es que hay veces en las que las guerras de nuestros antepasados nos hieren con afilados cuchillos.

LOS DOS HERMANOS

Caminaba de un lado a otro sin saber hacia dónde ir. Aquellas calles que desde hacía varios años eran parte de su hogar le parecían ahora extraños laberintos sin salida. Entraba por alguna calleja de la Rambla y se perdíia entre la oleada de gente que iba al mercado a intentar conseguir un poco de comida. Otras veces pasaba por la puerta del Liceo. Mariano recordaba que una vez, antes de la guerra, había ido a la ópera. Pasar delante de aquella puerta le traía a la memoria una cierta sensación de dulzura perdida, en la que no quería refugiarse. También solía andar por la Barceloneta, sus ojos clavados en el suelo que se movía bajo sus zapatos, las manos en los bolsillos del abrigo, las solapas levantadas hacia las orejas: los guantes y la bufanda se habían perdido días atrás, tal vez el mismo día en que recibió la carta de su padre.

Hacía un mes que Mariano había vuelto del frente. Era guardia de asalto y estaba destinado en Barcelona desde el año 34. La guerra le había cogido en zona republicana y su compañía había sido enviada a luchar a Belchite, un pueblo no muy lejos del suyo; incluso de adolescente había tenido una medio novia allí. Era una de esas chicas que se conocían en las fiestas, se bailaba con ellas, se las miraba intensamente a los ojos, se les notaba el escalofrío que recorría sus espaldas al contacto del cuerpo de un hombre, salían corriendo y no se las volvía a ver. Nada que ver con Marta, con la que se había acostado el mismo día que la conoció. Cargaba sábanas en una camioneta que tenía una cruz roja en cada lateral. Vestía pantalones y camisa con las mangas remangadas. Sudaba. Mariano no había imaginado nunca que las sábanas podían pesar tanto como para hacer sudar. "¿Te ayudo?" -le había preguntado. Ella lo había mirado con una sonrisa sarcástica mientras se pasaba la lengua entre los labios. En aquel momento supo que había dicho una tontería, y al mismo tiempo se dio cuenta de que aquella boca era la única que querría besar a partir de aquel momento. Por la tarde tuvo que ir al hospital a recoger unos medicamentos para el cuartel. Una vez en el vestíbulo, no sabía en qué puerta entrar. "¿Te ayudo?" -dijo una voz detrás de él. La había vuelto a encontrar y volvió a sentirse ridículo. Ella le tomó la mano, subieron las escaleras hasta el primer piso y pasaron a una de las habitaciones. No era ningún despacho, ni había medicinas. Sólo una cama con las sábanas limpias.

En el frente ni siquiera había camas. Dormía en la trinchera dentro de su abrigo y de sus guantes. La moquita se le helaba y le dolían los ojos. Por el día no se sentía tanto el frío: el humo de las bombas, el fuego de los cañonazos y las carreras para matar y no morir daban una sensación falsa de calor, parecida a la que se debía de tener en el infierno. Porque aquello era lo más parecido al infierno que Mariano podía imaginar en aquellos momentos.

Cuando por la noche se refugiaba en la trinchera, se acordaba de Marta bajo las sábanas. Esa era la imagen con la que quería quedarse dormido. Pero antes, su memoria iba mucho más atrás, cuando jugaba con su hermano José en el campo. Sólo le llevaba un año, y parecían casi gemelos. Desde muy pequeños, les gustaba ir a pescar al río, se apostaban en las laderas de las orillas, cavaban un agujero en el que se metían silenciosos y desde allí echaban una lana con un cebo para que picaran los pescados. No tenían caña y creían que los peces no los verían desde el río , si se escondían en aquella especie de trinchera. Tendrían cuatro o cinco años cuando jugaban a aquella guerra acuática. Nunca pescaron nada, pero lo pasaban bien, los dos muy juntos en el agujero aquel, las dos cabecitas morenas con los ojos clavados en el río, esperando ver saltar un pez. Como Mariano era el mayor de los dos, tenía siempre agarrado a José por el hombro, sentía que lo tenía que proteger del posible ataque piscícola.

Por eso no le hizo ninguna gracia a Mariano que José tomara la decisión de hacerse guardia de asalto como él. "Es una profesión peligrosa -le había dicho-. No es para ti". Pero José no le había hecho ningún caso.

No había visto a José desde poco antes que estallara la guerra. Habían coincidido durante un permiso en la casa fafiliar. Después de comer, habían salido los dos juntos a dar un paseo por el río. Era casi verano y los árboles estaban llenos de fruta. A José le gustaba coger albaricoques poco maduros y comerlos con la piel. Aquella sensación áspera le provocaba un escalofrío que le llegaba hasta los dientes, pero que le producía un placer salvaje desde que era pequeño. Un placer que le hacía estallar en carcajadas. A José le gustaba reír. Mariano siempre elegía la fruta más madura, prefería que la pulpa se le escurriera entre los dedos para luego chupárselos y seguir sientiendo más rato aún su dulzura. Se sentaron un rato junto al río. Aún quedaban las huellas de uno de aquellos agujeros que habían hecho cuando eran niños. José se metió dentro. Le llegaba hasta las caderas. "Hemos crecido, ¿eh? Ya no hay sitio para los dos en el mismo agujero"-le dijo a Mariano. "Sí, ésa es una de las cosas malas que tiene crecer, que cada uno tiene su agujero en el mundo, un agujero en el que no cabe nadie más" -le contestó. "Ven, te haré sitio, siempre habrá una agujero para los dos, hermano". Y José excavó con sus propias manos para hacerlo más grande. Mariano le ayudó y consiguió entrar. Se abrazaron y ambos se echaron a reír. Cuando anocheció dejaron la casa. Tenían que volver a sus cuarteles: Mariano a Barcelona, José a Zaragoza.

En la trinchera, Mariano también se acordaba de su último día con su hermano, y se preguntaba dónde estaría en aquel momento. La guerra, la casualidad, el azar, el destino o lo que fuera, los había dejado en bandos diferentes.

Una noche, Mariano y su grupo recibieron las orden de partir. Venían soldados de refresco, ellos llevaban ya meses en aquel frente, y se los necesitaba para defender Barcelona. Mariano quería dejar aquel infierno; además, volver a Barcelona significaba volver a ver a Marta. Pero tenía una sensación extraña: dejar el frente de Belchite era dejar otra vez su tierra, la de su familia, era alejarse más y más de lo que siempre había sido suyo, del río de su infancia, de los árboles de los que le gustaba agarrar la fruta bien madura, del agujero que había compartido con su hermano.

No le costó ningún trabajo encontrar a Marta, que seguía trabajando en el hospital. Marta enseguida se dio cuenta de que Mariano no estaba bien. El frente lo había dejado más pálido, sus ojos habían perdido la alegría que tenían cuando se marchó, y el frío le había dejado una tos menuda y constante que Marta había oído ya demasiadas veces entre los soldados a los que atendía.

Estaba con ella cuando recibió la carta de su padre. Era una carta muy breve, de alguien a quien se le han acabado las palabras: José había muerto. Lo habían destinado a Belchite tres meses antes. Allí había pasado los días más duros de aquel invierno infernal. En uno de los ataques del enemigo, había sufrido una herida de metralla en la cabeza. Lo habían evacuado y llevado a un hospital de Zaragoza. Había muerto trece días antes entre sábanas blancas.

Mariano miró a Marta, se puso el abrigo, los guantes y la bufanda, abrió la puerta y se marchó. Fue entonces cuando empezó a caminar sin rumbo. Dormía en la calle, en el parque, en el puerto, en la playa. Soñaba con José, con los agujeros del río, con los peces nunca pescados, con las bombas de mano que él mismo había lanzado contra el enemigo en el frente. En el mismo frente en el que había coincidido con su hermano, sin saberlo. Su hermano, al que él mismo había matado. Estaba seguro de que la metralla de una de sus bombas había alcanzado la cabeza rizada de su hermano, y había apagado su risa. Seguía tosiendo, y cada vez más. La humedad de la ciudad se hundía en el cuerpo de Mariano como un cuchillo de mil dientes. Su ropa sucia parecía perpetuamente mojada.

Murió un día de aquel invierno, o una noche, qué más da. Nadie lo identificó. Acabó en un agujero grande, más grande de lo que él nunca hubiera imaginado. Un agujero en el que hubo sitio para muchos otros.

1 comentario

José María Ariño -

Me ha encantado tu relato "Los dos hermanos". Estás realmente inspirada. Y me ha traído a la mente el recuerdo de mi padre que luchó con los nacionales en la batalla del Ebro a sus 18 años, en 1938. Nunca hablaba de la guerra y ahora ya no puede hacerlo.
También valoro tu comentario del último libro de Miguel Mena. Ayer contemplé la entrevista en Localia. Lo quiero leer pronto. Hace muchos años que conozco a Miguel cuando vino al Instituto de Miralbueno a comentar a los alumnos "Paisaje de un ciclista". Un libro que les encantó. Aunque yo prefiero "Bendita calamidad".