DEPORTES
Nueva York, no Pekín,
en invierno, no en verano.
De niña fui una pésima deportista: lo intenté con el tenis y no cogía ni una bola. Era en el "Stadium Venecia", muy cerca de casa. Entonces el uniforme era camiseta y falda mínima blanca. No era lo mío, a diferencia de la fascinante Micol de la novela de Bassani.
Luego me di al hockey: en el colegio. Jugábamos en el campo del Rincón de Goya los sábados por la mañana. Era defensa o portera, y me las metían todas. Un desastre.
En la escuela nunca fui capaz de hacer el pino, ni saltar el plinto, ese aparato terrible de torturas. Me venía el periodo cuando tenía clase de Educación Física y tocaba trabajar aparatos, o hacer volveretas o algo para lo cual se necesitaba dejar los pies fuera del suelo, y poner la cabeza en un lugar antinatural.
Llegó el Bachillerato: debíamos correr 1.500 metros en un tiempo determinado. La primera vez no lo conseguí, me paré. La carrera de 50 metros tampoco la corrí en el tiempo mínimo. Me pegué todo el curso entrenando a mediodía con una compañera, entonces campeona de Aragón de cross. A final de curso, lo conseguí, incluso fui reserva para los campeonatos interclases en los relevos de velocidad.
En tercero de BUP fui exenta de Gimnasia por un problema en el pie. En COU ya no era obligatorio. Teníamos dos horas libres a mediodía. Mi amiga María Jesús y yo fuimos las únicas en "apuntarnos" a hacer deporte: ella a Natación, yo para intentar ser entrenadora de Gimnasia Rítmica. Había muy pocas entrenadoras y mucha demanda. Todo el año de COU me estuve preparando, incluidos sábados por la mañana. Hice los cursos de verano de primer y segundo nivel. Cuando terminé, y aprobé, el primero, fui a ver a mi profesora de la escuela: aún debe de estar riéndose, no se lo podía creer. Nunca lo hubiera esperado unos años antes. Yo tampoco.
En los cursos de entrenadora experimenté el sistema soviético: disciplina, disciplina y más disciplina. Aprendí muchísimo con la profesora, una entrenadora búlgara excepcional. Sufrimos muchísimo, aprendimos muchísimo también, pero a un precio... no me gustaría repetirlo. El curso de segundo nivel fue en Pamplona, en un sistema de concentración absoluta. Con gimnastas de la Selección Nacional, espléndidas. Yo era mala, malísima, en ejecución, pero era creativa y tenía mucha voluntad. Había mucha rivalidad, no sólo en el trabajo, también en lo estético: debíamos, además de inventar coreografías, seguir la técnica de cada aparato..., estar monísimas. Para muchas de mis compañeras eso era primordial y si un maillot no era perfecto, o el peinado, o los coleteros, te miraban mal. Fue un mes entero muy duro. Hace muchos veranos de eso: fue en 1985.
Al verano siguiente, me tocaba hacer el tercer nivel, pero aprobé las oposiciones de Lengua y Literatura y me retiré de la Gimnasia Rítmica. Guardo muy buenos recuerdos, medallas, copas ganadas por mis alumnas maravillosas. Gané mucho sentido de la música y el movimiento. La creación de coreografías fue una actividad para echar de menos. Las sonrisas de "mis niñas" en los dos colegios donde trabajé, el Sagrado Corazón y Escolapios de Cristo Rey, ambos de Zaragoza, fueron siempre un regalo.
Ahora veo las niñas, o no tan niñas, de la natación sincronizada en Pekín, o las gimnastas, y pienso en cuántas horas de trabajo hay detrás. Sin cobrar nada, en muchos casos, como mucho, alguna beca de supervivencia. O algún contrato publicitario temporal. Cuántas lágrimas, hoy de alegría, en Gema y Andrea, las nadadoras, pero cuánto habrán llorado antes. Cuánta tensión habrán experimentado. Cuántas horas de barra de ballet para conseguir esas piernas, esos empeines, esos brazos. Cuántos abdominales. Cuánta piscina.
Un regalo verlas. Un regalo con mucho dolor detrás.
NOTA: Gracias, Miguel Ángel, Lydia y Anónimo por vuestros comentarios de estos días. Y bienvenidos a este blog.
2 comentarios
Cristina (alumna de E l Portillo) -
Guillermo (alumno de El Portillo) -