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AL ESTE DEL CANAL, blog de ANA ALCOLEA

BLANCO

Ayer me desperté a las seis y media de la mañana. Había mucha claridad y me levanté. Miré el termómetro exterior: la temperatura era baja, muy baja. Volví a mirar, esta vez con las gafas puestas: -24º. Sí, sí, 24 grados bajo cero. La noche había estado estrellada y la luna creaba una sombra en los pinos y abedules muy larga y oscura sobre la nieve.

La mañana estaba clara, luminosa, brillante: la nieve brillaba tanto como las estrellas durante la noche plateada. Cada estrella de nieve parecía un minúsculo cristal, o diamante. Refulgía.

En el armario despensa de la cocina, tiene una leve ventilación, todo se había helado: la leche, las cebollas para la salsa, las cervezas de Pascua, de lata amarilla y un pollito como diseño, e incluso el pan. Todo congelado.

Ayer por la tarde, ya bajando hacia el coche, en ese momento cuando me despojo de los eskíes (no tengo la grafía adecuada, por eso utilizo la "k", algunos lo sabéis, otros no, pero se me cayó una taza de té y aún no he cambiado el teclado; lo siento) y ando ya por el camino con las botas, intenté bostezar. No pude. El aire entraba muy frío en mi boca, en mi garganta. Hube de cortar el bostezo, y bostezar cuando llegué al coche.

Cuando llegué al coche, estaba cubierto de nieve por todas partes: tres días y tres noches sin parar de  nevar antes de la gran helada. Más de media hora con una pala para descubrir el auto ahí debajo. Me sentí como Miguel Ángel cuando del mármol era capaz de sacar Piedades y Davides. He conseguido músculos en mis brazos a base de caerme, y sobre todo levantarme, en la nieve blanda, y a base de utilizar la pala.

Hoy he viajado muy deprisa.

 

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