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AL ESTE DEL CANAL, blog de ANA ALCOLEA

Óperas

Estrenan DON CARLO de Verdi en Madrid. En Zaragoza no hay ópera, si acaso, nos visita una o dos veces al año alguna copañía cuyo tenor puede ser capaz de restregar las notas como si estuviera fregando el sueño. Nadie entiende como siendo ésta una ciudad amante de la música, sea una de las pocas de su tamaño en Europa que ni tiene orquesta sinfónica ni temporada de ópera, Y eso que en esta región nacieron al menos tres de las grandes figuras operísticas internacionales del siglo XX: Elvira de Hidaldo, magnífica soprano nacida en Valderrobres, que fue, además, la gran maestra de María Callas, que siempre la recordó con admiración, ella, la divina; Miguel Fleta, que nació en Albalate y para el que Giacomo Puccini compuso su última obra, TURANDOT con su archiconocida "Nessun dorma"; Pilar Lorengar, zaragozana y probablemente la Pamina de LA FLAUTA MÁGICA favorita de Georg Solti.

Mi bisabuelo Máximo conoció a Fleta, que muy de mañana iba al mercado a vender verduras, y ya entonces cantaba subido al carro. Mi padre recuerda cuando Pilar Lorengar se llamaba Lorenza y vendía periódicos en la calle, con su voz ya entonces cálida y envolvente y hermosa, en aquellos gélidos inviernos de los años cuarenta.

A mi bisabuelo Máximo le gustaba mucho la ópera. A mi bisabuelo Juan, en cambio, las que le gustaban eran las coristas. Nunca se conocieron pero se complementaban. A mí me gusta la ópera y cantaba en un coro. Los genes siempre acaban saliendo por algún lado.

Cuando vivía en Alcalá, iba mucho a la ópera. Primero a La Zarzuela, luego al Calderón, donde José Luis Moreno, el de los muñecos, produjo un par de temporadas operísticas: recuerdo una BOHÈME que perdió parte del escenario en pleno vals de Mussetta. Ya después en el Real: a veces en el lateral del gallinero, donde no se ve nada, otras veces en el patio de butacas, desde donde se ve el color de ojos del tenor, y donde también se ve a esas mujeres que no han trabajado en su vida, ni ellas, ni sus madres, ni sus abuelas, ni sus bisabuelas, y así hasta el primer primate erguido femenino de su familia.

Pero a mí donde me gustaba estar era en el proscenio. Daba igual el del anfiteatro, el del primero o el del segundo piso. Allí estábamos justo encima del escenario, y se podía ver la ópera incluso en los ojos del director de orquesta. Una pesada cortina roja tras las sillas dejaba un espacio amplio y oscuro que invitaba a algún que otro desenfreno acordado a los compases de Verdi, o de Saint-Saëns, o de Wagner. Nunca llegué ni siquiera a las manos con ninguno de mis acompañantes, pero alguien me contó que más de una vez alguna pareja había sido sorprendida, después de los aplausos, en plena vorágine.

La ópera tienen eso, que despierta emociones, y acabas queriéndote convertir en Violeta, en Salomé, o en la mismísima Venus; y claro, las cortinas de terciopelo rojo tienen su punto. ¿O no?

Nota: Si son las palabras las que crean la historia, ¿qué es lo que va creando la otra historia, esto es, la vida?

1 comentario

Ricardo. -

Sin palabras... me quedo sin palabras. Bacione!