Vértigo
A veces el escritor escribe con demasiada ligereza. A veces, el orador hace lo mismo. Usamos las palabras como si fueran papel higiénico. Las utilizamos y las tiramos. Pero ni el aire ni el papel son como el agua de la cisterna, que corre, desaparece y ya no la volvemos a ver. Las palabras que decimos o que escribimos son leídas o escuchadas por alguien. Y muchas veces, casi siempre, ese alguien es alguien a quien ni conocemos ni conoceremos. A mí eso me produce cierto vértigo.
En los amores adolescentes, (¿hay alguno que no lo sea?), creemos leer entre líneas en una mirada, en un gesto, en una palabra; e interpretamos, según nos conviene, todo lo que el otro hace o dice. Y nos llegamos a creer que aquél al que amamos nos ama, cuando ni siquiera recuerda nuestro nombre. Lo mismo pasa con las palabras: sabemos (no siempre), con qué intención las pronunciamos, pero no sabemos cómo las recibe el otro, el escuchante, el lector. Y así podemos pasarnos toda una vida sin saber lo que hay al otro de la mirilla ante la cual nos pavoneamos con alardes lingüísticos. Es como en la novela de Stefan Sweig, "Carta de amor de una desconocida": al cabo de los años, ella revela su amor por el hombre al que veía desde su casa a través del ojo de la puerta. Ella hizo que su mundo girara en torno a él, y él nunca lo supo. O en "La mujer justa", de Sandor Marai, donde los tres protagonistas de una aparente historia de amor cuentan sus tres puntos de vista, absolutamente divergentes. Ninguno de los personajes conoce nada de lo que se cree que está viviendo.
Nadie sabe lo que hay al otro lado de cada uno.
A mí, ya lo he dicho, eso me da mucho vértigo.
En los amores adolescentes, (¿hay alguno que no lo sea?), creemos leer entre líneas en una mirada, en un gesto, en una palabra; e interpretamos, según nos conviene, todo lo que el otro hace o dice. Y nos llegamos a creer que aquél al que amamos nos ama, cuando ni siquiera recuerda nuestro nombre. Lo mismo pasa con las palabras: sabemos (no siempre), con qué intención las pronunciamos, pero no sabemos cómo las recibe el otro, el escuchante, el lector. Y así podemos pasarnos toda una vida sin saber lo que hay al otro de la mirilla ante la cual nos pavoneamos con alardes lingüísticos. Es como en la novela de Stefan Sweig, "Carta de amor de una desconocida": al cabo de los años, ella revela su amor por el hombre al que veía desde su casa a través del ojo de la puerta. Ella hizo que su mundo girara en torno a él, y él nunca lo supo. O en "La mujer justa", de Sandor Marai, donde los tres protagonistas de una aparente historia de amor cuentan sus tres puntos de vista, absolutamente divergentes. Ninguno de los personajes conoce nada de lo que se cree que está viviendo.
Nadie sabe lo que hay al otro lado de cada uno.
A mí, ya lo he dicho, eso me da mucho vértigo.
2 comentarios
Sebastián o yo, según se mire. -
Leer un mismo texto (incluso propio)o escuchar a un mismo orador (nuestra propia voz interior) puede llegar a ser tan distito dependiendo de la situación o intereses... Sabemos lo que hay al otro lado, no ya de los otros, sino al otro lado de nosotros mismos?. ¿Vértigo o fascinación?. ¿Y si esto no fuese así?. ¿Dónde quedaría, pongamos, la literatura?. Bacione!
José María Ariño -