Mi casa preferida
Cuando era pequeña iba a un colegio que había y no hay en la calle Maestro Estremiana. En la esquina hay una casa modernista, pero entonces yo no lo sabía. Lo único de la casa que me interesaba era su jardín, oculto tras unas paredes mucho más altas que yo, que me dejaban imaginar todas las maravillas que podían encerrar. Hasta se oían gatos que muchas veces paseaban por las aceras.
Pero lo que más me gustaba de aquella casa era un rosal de minúsculas flores amarillas que salía hasta la calle. Eran tan pequeñas que no tenían ni olor; pero tampoco tenían espinas y a mí me gustaban mucho. Miraba hacia arriba y en primavera intentaba robar alguna de aquellas flores pero no llegaba. Alguna vez mi madre me cogió en sus brazos y pude llevarme a casa el trofeo prohibido.
Cuando terminaba la escuela, muchas tardes mi madre me llevaba a visitar a sus antiguos compañeros de trabajo. Ella había sido secretaria en la imprenta de Octavio y Félez y le gustaba volver conmigo. Bajábamos a la imprenta, que hoy está convertida en un garaje, y yo me perdía entre máquinas gigantescas de color negro, que olían a tinta y a papel. De vez en cuando, alguien me daba unas cuartillas blancas que se convertían en un tesoro, o una libretita de tapas rojas, o un taco de entradas viejas de colores de alguno de aquellos cines que que ya no existen. Deambular por aquellas calles de las que nacían los libros era como navegar por un mar lleno de islas del tesoro.
Pero lo que más me gustaba de aquella casa era un rosal de minúsculas flores amarillas que salía hasta la calle. Eran tan pequeñas que no tenían ni olor; pero tampoco tenían espinas y a mí me gustaban mucho. Miraba hacia arriba y en primavera intentaba robar alguna de aquellas flores pero no llegaba. Alguna vez mi madre me cogió en sus brazos y pude llevarme a casa el trofeo prohibido.
Cuando terminaba la escuela, muchas tardes mi madre me llevaba a visitar a sus antiguos compañeros de trabajo. Ella había sido secretaria en la imprenta de Octavio y Félez y le gustaba volver conmigo. Bajábamos a la imprenta, que hoy está convertida en un garaje, y yo me perdía entre máquinas gigantescas de color negro, que olían a tinta y a papel. De vez en cuando, alguien me daba unas cuartillas blancas que se convertían en un tesoro, o una libretita de tapas rojas, o un taco de entradas viejas de colores de alguno de aquellos cines que que ya no existen. Deambular por aquellas calles de las que nacían los libros era como navegar por un mar lleno de islas del tesoro.
3 comentarios
Ricardo -
ana -
Juan -
Me gustaría saber si sigo conservando ese instinto innato que Ana me ha vuelto a
recordar. Ese afán por ver lo que hay al otro lado. Supongo que en la literatura hay mucho
de esto último...