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AL ESTE DEL CANAL, blog de ANA ALCOLEA

VIVIR EN LOS LIBROS: JANE EYRE

Muchas veces me preguntáis cuál es mi libro preferido de mi adolescencia. A veces es difícil contestar preguntas...

 Os dejo aquí la versión íntegra de un artículo que se publicó hace unos meses en Heraldo de Aragón, y que respondía  a la pregunta "¿Dentro de qué libro te gustaría vivir?".  Pues bien, ahí tenéis la respuesta.  A lo mejor en este caso la respuesta no era tan difícil. Espero que la disfrutéis.

 

Una de las primeras ediciones de Jane Eyre, de la escritora inglesa Charlotte Brontë.

Mi vieja edición de Jane Eyre huele al pasado. Las páginas amarillentas deben de guardar mis huellas púberes y adolescentes. Durante muchos años vivió sobre mi cama, en la estantería que había encima de mi cabeza, acostado en otros libros. Así lo podía tomar directamente, solo con levantar mi mano, sin perder ni un segundo en  buscarlo. Sustituí entre las sábanas a mi muñeco favorito por Jane Eyre.  Leía otras cosas, pero justo antes de dormir, la abría al azar y leía algunas páginas. Ahora acabo de hacer lo mismo. Acabo de abrirla, y ha aparecido la escena en que el señor Rochester le cuenta a Jane su historia con su esposa enloquecida, y ella le dice que va a  dejarlo para siempre. Me ha vuelto a dar un escalofrío, como me daba cuando lo leía una y otra vez cuando tenía 12 años, y 14, y 15, y… Entonces quería ser Jane Eyre y vivir en Thornfield. La primera parte, con su tía primero y con internado después,  me gustaba menos. He convivido con internados durante mi infancia y mi adolescencia y nunca tuve fantasías al respecto: en el primer colegio al que fui había algunas niñas internas, muy pocas, llevaban un uniforme diferente, creo recordar que una especie de pichi-delantal en verde y negro, con cuadritos. Eran niñas mayores. Recuerdo a una de ellas, con trenzas rubias, en el columpio. Su sonrisa era distinta a las nuestras, melancólica tal vez. Le ponía su rostro a Jane cuando vivió de niña en el horrible internado del que salió para trabajar de institutriz. En aquellos tiempos emitieron en televisión una versión española de la novela, en blanco y negro. Aquellos eran tiempos en blanco y negro. El señor Rochester era el actor Rafael Arcos, y a ella, a Jane, la interpretaba María Luisa Merlo. Pero yo no quería ponerle su rostro a mi Jane. Jane en Thornfield era yo. Poco importaba que mi cabello negro y ondulado se pareciera más al de la esposa criolla que al rubio pajizo de la institutriz inglesa. Que mi piel no fuera pálida ni mi cuerpo delgado y frágil. Era yo quien paseaba entre las paredes de Thornfield, entre sus candelabros, sus cuadros y sus porcelanas. Era yo quien se enfundaba aquellos vestidos sobrios, oscuros y poco favorecedores. Era yo quien una noche salvaba al señor Rochester de morir en un misterioso incendio. Era yo quien paseaba entre el brezo, cuando aún no sabía qué era el brezo ni qué color tenía. Ni siquiera sabía cómo se pronunciaba Thornfield, ni Fairfaix, el apellido de la ama de llaves, a la que le ponía el rostro de mi abuela, y sus ropas siempre oscuras de un alivio de luto que le duró más de cuarenta años. Por supuesto tampoco sabía cómo se pronunciaba el apellido de Jane, Eyre. Yo lo decía tal cual, como se lee en español, y como lo vi después en todas las versiones cinematográficas dobladas. Sólo este verano lo escuché correctamente pronunciado, en la hasta ahora última película  basada en la novela de Charlotte Brontë, dirigida por Cary Fukunawa y protagonizada por Mia Wasikowska. Y en la voz de Judi Dench como señora Fairfaix, o de Michael Fassbender, como el señor Rochester, el nombre de Jane Eyre es todavía más hermoso que como yo me lo imaginaba a través de esas dos palabras. Jane Eyre, Jane Eyre, Jane Eyre…

Michael Fassbender y Mia Wasikovska en la versión cinematográfica de Jane Eyre, dirigida por Fukunaga.

Leer es hacer magia con las palabras. Tal vez incluso más que escribir. Porque cuando escribes tú misma eliges las palabras que van creando  los personajes, historias, paisajes. En cambio, cuando lees las palabras de otro, del escritor, tú las recreas a tu antojo según las vas dejando fluir en tu imaginación, en tu memoria, en tu propia vida. Porque las palabras van creando vida en algún lugar de esas galerías del alma, como diría don Antonio.

Yo viví en Thornfield muchos años, durante toda mi adolescencia paseé por sus jardines, por las oscuras escalinatas que daban a las habitaciones, dormí en la cama de Jane, me desvestí a la luz de sus velas, miré a través de su ventana. Vi a la bella y frívola Blanche Ingram, y la odié, por ser demasiado guapa, demasiado rica y porque el señor Rochester bailaba con ella. Yo quería bailar con el señor Rochester, que ya entonces se parecía a Michael Fassbender, quien probablemente aún no había nacido. Pero en mi imaginación tenía su rostro, su cuerpo, y su voz.  Y por supuesto bailé con él muchas veces: cada noche, entre mis sábanas, antes de dormir, me convertía en Jane y las velas de los candelabros sustituían a las bombillas de mis lámparas de los años 60. No conseguí odiar a la desgraciada Berta Mason, Jane tampoco podía. Paseé con la pequeña Adèle y fui su maestra. Le enseñé geografía, historia y literatura, y  hasta le planché unos vestidos que se parecían a los de Escarlata O´Hara. Tomé el té con la señora Fairfaix en unas tazas blancas con flores verdes pintadas a mano en algún lugar de la vieja Europa. Peiné cada noche mi pelo fosco y negro, deseando que se convirtiera en una melena fina, suave, rubia y lisa como la de Jane. Leí por primera vez las palabras mágicas  “Jamaica”, “Madeira” y “Funchal”. Supe que la tercera era la ciudad principal de la segunda, que era una isla en la que se producía vino del mismo nombre; y que la primera era otra isla que estaba en algún mar muy lejano y cálido. Y aquellas palabras se convirtieron en el lugar del que venían los huracanes, las desgracias de Jane, la existencia de la esposa demente que vivía en la habitación misteriosa. Muchas noches, me fui de Thornfield en medio de la lluvia, crucé páramos, pisé el brezo sin saber lo que era. No lo supe hasta muchos años después, cuando vi las tierras húmedas cubiertas de florecillas rosadas en el otoño boreal. Dejé que el señor Rochester me besara una y mil veces en un rincón del jardín de Thornfield, y que me dijera que me amaba a mí, poca cosa, “poor and obscure, and small and plain as you are”. A mí, que tenía tan poco éxito con los chicos; a mí, que era amiga de las chicas más guapas y más rubias de la clase y en quien nadie se fijaba; a mí, a quien el chico que me gustaba nunca me había mirado como se mira a una chica. Yo era Jane, solitaria, sin hermanos, sin éxito, sin ser capaz ni de hacer el pino ni de dar volteretas.  Gracias a Jane, vivía en Thornfield, una mansión en medio de la campiña, de la lluvia, de las tormentas. Gracias a Jane, me amaba  un hombre atormentado por un secreto inconfesable. Gracias a Jane, era delgada,  rubia y tenía el pelo liso.Michael Fassbender en la última y maravillosa versión cinematográfica de Jane Eyre, dirigida por Fukunaga.

También gracias a ella, supe que el indostánico era una lengua que se hablaba en la India, y que había curas que se podían casar. La primera vez que leí la novela, me angustiaba pensar que se iba a casar con aquel pastor protestante y que se iría a la India para siempre. La India me gustaba, era una palabra que sonaba hermosa a mis oídos,  y yo tenía un libro muy gordo que hablaba de su independencia. El primer libro que me firmó su autor: Dominique Lapierre. Yo tenía entonces 12 años y él vino a “Galerías Preciados”, hoy “Corte Inglés”. Fui con mi madre, compramos el libro, me lo dedicó y me dio la mano. En aquel momento, decidí que un día yo también escribiría libros y que iría a la India. He escrito libros pero aún no he ido a la India. Como Jane, que en vez de casarse  e irse con el joven y prometedor señor Saint John, volvió a Thornfield, se encontró sus escombros ahumados, y a un señor Rochester casi ciego, envejecido y melancólico. Pero para los ojos de Jane, y para los míos, Edward Rochester seguía siendo el hombre enigmático, contradictorio, vigoroso y heroico en sus miserias y en sus grandezas de ser humano: la miseria y la grandeza tal vez sean las dos caras de ese Jano que somos todos. Edward seguía siendo el hombre que nos había enamorado y sin el que ya no seríamos capaces de seguir viviendo.

Abro mi viejo libro, huelo sus páginas, y ahí sigue él, igual que siempre. Me dice las mismas frases de siempre y además me las dice cuando yo quiero que me las diga. A Jane también le dice las mismas palabras, pero yo puedo elegir cuándo y cómo y dónde. Ella no. Yo puedo hacer magia con las palabras de Edward Rochester, llorar con él, bailar con él, pasear con él y dejar que me bese bajo la lluvia como en una convencional novela romántica. Que los dioses bendigan a Jane Eyre y a Charlotte Brontë por haberme regalado Thornfield, el brezo, el vino de Madeira, y al señor Rochester.

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