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AL ESTE DEL CANAL, blog de ANA ALCOLEA

CUENTO DE NAVIDAD

  

   Vi muy pocas veces llorar a mi abuela. Era una mujer de sonrisa serena y de mirada firme. Pocas cosas lograban emocionarla y cuando lo hacían, no exteriorizaba su alegría o su dolor. Se lo quedaba para ella.

Conviví con ella muchos años, pero de esta historia nada supe hasta hace poco. Había estado guardada dentro de mi abuela durante más de ochenta años, y una tarde nos la contó.

   Había alguien más en casa, teníamos alguna visita cuya identidad no consigo recordar. Fue entonces cuando mi abuela dijo:

     Éramos siete hermanos y no siempre había comida para llenar el estómago. En Navidad no había regalos, algunas castañas asadas y nueces eran todo lo que encontrábamos el día de Reyes, y estábamos tan contentos. Habíamos vivido mucho tiempo en estaciones de pequeños pueblos de Teruel, pero aquel año nos habíamos trasladado por fin a una ciudad grande, a Zaragoza. Era Nochebuena. Mi madre había cocido las patatas con laurel y un poco de tocino. Eso y un poco de pan iba a ser nuestra cena. No estábamos acostumbrados a mucho más, así que no nos importaba. Pero mi madre estaba triste. Tal vez se acordaba de cuando era niña, en su pueblo allá en Galicia, donde siempre había comida. Mi padre estaba todavía en la estación. Seguramente también él recordaría navidades muy diferentes en el salón de una casa grande en el sur. De una casa en Almería de la que había salido para no volver jamás.

Yo estaba jugando con mis hermanas en la cocina, cerca del hogar, porque hacía mucho frío. En ese momento, llamaron a la puerta. Pensamos que sería mi padre, que volvía de trabajar. Mi madre se secó las manos con el delantal y salió a abrir. No había nadie. Cuando iba a cerrar, se dio cuenta de que había una cesta en el rellano, junto a la puerta. Estaba cubierta por una tela de color verde. La levantó. No podía creer lo que veía. Estaba llena de comida: carne, dulces, almendras, frutas, figuritas de mazapán..., y hasta una botella de vino moscatel. Era  un milagro.


   Mi madre echó a correr escaleras abajo: “¿Quién es?, ¿quién ha traído esto?” –iba gritando mientras bajaba. A lo lejos se oían pasos rápidos que hacían crujir los viejos  escalones de madera. “Pero, ¿quién es? –repitió mi madre- querría darle las gracias a quien haya sido.” Fue entonces cuando los pasos tuvieron voz y la voz contestó desde el portalón: "Un alma buena, señora, un alma buena".

Y mi madre volvió a subir las escaleras, y nos encontró a todas allí, en la cocina, con la cesta que ya habíamos metido en casa por si acaso se iba tan misteriosamente como había venido, y con la boca abierta de hambre y de admiración. "Un alma buena, ha sido un alma buena" -nos dijo, mientras se secaba los ojos con el delantal.

Y los ojos de mi abuela se humedecían cuando recordaba a su madre, contenta porque tenía cosas ricas que darles a sus hijos para cenar en Nochebuena, y contenta porque había conocido, sin conocerla, a un alma buena.  

   Y mis ojos también se humedecían, se humedecen,  al oír todavía hoy su voz quebrada, y  al ver sus viejos ojos grises con el velo  de las lágrimas nacidas de aquel recuerdo.

 

NOTA: Gracias a los chicos de Bujaraloz por vuestros mensajes. Lo pasé muy bien en vuestro instituto. Feliz Navidad.

3 comentarios

noelia -

Hola Ana. Q como nos has dicho he entrado a tu pagina y me han parecido muy bonitos tus relatos también le he enseñado este a una amiga le ha gustado mucho, asi q sigue asi.

Lu -

Mi abuela se fue haciendo mayor sin yo darme cuenta, hasta que un día desapareció plácidamente. Su recuerdo es hoy también una página dulce de mi historia. Ella, que no tenía apenas nada material que ofrecer, me decía siempre \\\"yo si pudiera te regalaría la luna\\\". Era su forma de expresar lo mucho que me quería.

Nicolás -

Mi padre nació en una estación de tren. La de Samper de Calanda. y mi tío en otra: la de Azaila.