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AL ESTE DEL CANAL, blog de ANA ALCOLEA

VENEZIA IV

La primera vez que fui a Venezia no tenía un duro. Entonces había duros, ahora no. Fui en el Viaje de Estudios, con los compañeros de Facultad. Dormimos en el Lido de Gesolo, y el autobús nos llevó aquella mañana hasta el Piazzale Roma y emprendimos el paseo veneciano hasta la Piazza si San Marco. Me quedé con las ganas de dormir allí dentro, en la ciudad, en alguno de aquellos viejos palacios convertidos en hoteles, en pensiones. Comimos un bocadillo en medio de la plaza, cogimos el vaporetto hasta Murano, compré un Arlequín de miles de colores que aún está en la vitrina de la casa de mis padres, y un cenicero para el que entonces era mi novio, y que dejó de serlo unos meses después.

El autobús nos recogió y nos devolvió a Gesolo. En el momento de subir al vehículo me juré que algún día volvería, y que me quedaría al menos una noche en la Serenísima. Eso fue en 1985.

Tuvieron que pasar 16 años para cumplir aquel deseo: fue en 2001. Me habían pagado un dinero extra por EL MEDALLÓN PERDIDO, y decidí que me lo gastaría en Venecia en el puente de Todos los Santos.

Así fue: llegué al aeropuerto Marco Polo, de ahí en bus al Piazzale Roma y de allí paseando hasta mi hotel, un viejo palacio reconvertido. Fui sola, y al año siguiente también. Me gusta visitar las ciudades sola, mirándolas a través de mis ojos, no de los demás. Tampoco me gusta hacer fotos: no tengo ninguna foto de Venecia, acaso de aquel primer viaje de estudios. Si me llevara la cámara no vería la ciudad, ni la disfrutaría, estará pendiente de qué fragmento introducir en un objetivo. No. Venecia no es un lugar para hacer fotos. Es para pasearla, vivirla, sentirla, contemplar sus luces, sus nieblas, las ventanas iluminadas sobre los canales. Y para perderte en sus laberintos.

Siempre volví al Caffé Florian, el que está enfrente del Quadri: durante la ocupación austríaca, el Quadri era el centro de reunión de oficiales y ciudadanos austríacos. Allí tomaba sus cafés Wagner, enfrente y alejado lo más posible del Florian, donde solía sentarse Verdi (el hombre, con Puccini, que más feliz me hace) y los patricios venecianos contrarios a la dominación germana, y proclives al Resorgimento y a la unificación de Italia. El grito "Viva Verdi" simbolizaba no sólo la admiración hacia su música en detrimento a veces de la del autor de PARSIFAL, sino que la palabra VERDI jugaba con las siglas de la imagen de la propia revolución unificadora: "Vittorio Emmanuelle Re Di Italia".

Fue en el Florian donde empecé a escribir EL RETRATO DE CARLOTA, en una libreta de anillas en cuya portada había, hay, una foto coloreada de la Gran Vía de Madrid (precisamente la Gran Vía). Había empezado una novela ambientada en Italia, en la Toscana, sobre una arqueta etrusca, pero allí decidí cambiar todo: la historia se desarrollaría en Venecia en torno a la investigación sobre un collar misterioso de cristal que un día desaparece del cuadro en el que está pintado.

Un collar que existe y que me había llevado a la ciudad para intentar averiguar su origen, su datación, su autor... Llevé a la novela lo que yo misma estaba haciendo. Casi siempre es así.

Y allí está Claudio: en el Florian y en la novela. Es el camarero de cabellos grises y ojos de mar que hace una semana me reconoció cuando entré en el Caffé.

Me tomé un chocolate que calentó mis manos heladas por el viento de la laguna. La tarde siguiente tomé un té de jazmín que ahora tengo en la cocina y del que me voy a tomar una taza en cuanto termine de escribir este texto. El té tiene nombre: "Venezia trionfante", el Florian sobre el Quadri, la unificación frente a la dominación. La última noche de nuevo un chocolate.  Allí están las musas de la llamada Sala del Senado y los espejos con contempló Carlota y en los que vio el reflejo de su bisabuela.

Yo también me miro en ellos para recolocarme la boina, y juego a ser Carlota.

O Ángela, o las dos, o las tres a la vez.

Y ya no qué queda de mí  al otro lado del espejo.

 

NOTA: Enhorabuena a Rosendo Tello, nuevo Premio de las Letras Aragonesas.

 

2 comentarios

Anónimo -

Mi primera vez en Venecia fue una escapada de un día desde la cercana Trieste, donde trabajaba. Fue un ahora o nunca de esos que pueden hacer historia en nuestras vidas. Fui solo,y aunque durante todo el día vi a gente de mi grupo, tampoco quise ver la ciudad a través de sus ojos. Lo mejor, el último paseo hacia la estación ya con la ciudad tranquila, anocheciendo, sin tantos pantalones bermudas ni tanta cámara fotográfica. Con el solo sonido de las pequeñas olas que producían las góndolas a su paso por los canales, golpeando las húmedas paredes de los cientos de palecetes. De vez en cuando el grito de algún gondolero: \\\"gondolier!\\\", a lo lejos. Y sólo yo, la ciudad y yo. Historia, hizo historia. Tanta que una vez en el tren de vuelta pensé que después de aquella jornada, ya podía morirme... Ha habído una segunda vez, menos histórica, pero la ciudad pudo con todo lo demás, y otra vez pude perderme entre sus callejones y respirar sus húmedos aromas hasta extasiarme. Bacione!

Nerea -

Con la ayuda de un libro, viajar a una ciudad para escribir otro...
En los libros el autor siempre pone algo suyo, personal, si no, no serian SUS libros.